Jenaro Villamil
Hace tres décadas, un 1 de diciembre de 1981, se registró en Estados Unidos la muerte del primer paciente que vivía con un virus de mutación múltiple, de distinta morfología a todos los virus existentes y que provocaba un síndrome de inmunodeficiencia crónico. No se sabía si era tuberculosis o un nuevo tipo de enfermedad. En 1983 aparece en México el primer caso de lo que ya era denominado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).
Fueron los primeros de millones de personas que fallecieron en esa primera y terrible década de la epidemia. Su agente causal fue bautizado como Virus de Inmunodeficiencia Humana. Mitos sobre los monos verdes, fantasías apocalípticas, discursos hinchados de moral conservadora comenzaron a inundar los medios. El VIH afectaba a la comunidad gay, a los hemofílicos y a los usuarios de drogas intravenosas, principalmente.
El VIH-Sida no llegó sólo. Junto con él otros virus peores aparecieron en Estados Unidos, Europa, América Latina y, sobre todo, en Africa, el continente más devastado por la epidemia. Era el virus del neoconservadurismo. Se emparentaba con el discurso de los republicanos que llegaron con Ronald Reagan, con la cruzada moral de Juan Pablo II que reinó en El Vaticano casi al parejo que la evolución del VIH y el ascenso de movimientos de islamismo radical.
Los medios masivos lo bautizaron el “cáncer rosa”. Es decir, una enfermedad que afectaba principalmente a los hombres que tenían sexo con otros hombres, dentro o fuera delclóset social y psicológico. Los neocon menospreciaron otros datos. Era útil señalar a la epidemia como el resultado de “un estilo de vida”. El SIDA era sinónimo para ellos de vida gay, de promiscuidad, de adicción. El “sidoso”, como los leprosos de antaño, fue estigmatizado. Darle la mano, un beso, compartir vivienda y hasta un sanitario se convirtió en una osadía. El miedo se expandió con mucho más fuerza que el virus.
Era la revancha de los neoconservadores que advirtieron: el SIDA era el resultado de una “disipación moral”, de una “vida sin valores”, del “libertinaje sexual” de los años sesenta y setenta. Para ellos, el SIDA más que un problema de salud pública se volvió un asunto de vindicación moral. Y muchos medios aprovecharon el morbo: Freddy Mercuri, Rock Hudson, entre otras estrellas de Hollywood, se transformaron en íconos del escándalo moral. Los actores que murieron en México lo hicieron en silencio. Ni Televisa ni Hollywood, por mencionar a las dos grandes fábricas de entretenimiento, tuvieron una actitud solidaria. Salvo excepciones extraordinarias como Liz Taylor, Susan Sarandon y otras luminarias del cine que separaron lo moral de la solidaridad.