Robert Fisk

Muamar Kadafi durante una reunión de la FAO en Roma, el 16 de noviembre de 2009. Foto: Reuters. Imagen: jornada.unam.mx
Los potentados y tiranos árabes sobrevivientes han pasado una segunda noche de insomnio. ¿En cuánto tiempo los liberadores de Trípoli se metamorfosearán en los liberadores de Damasco y Alepo y Homs? ¿O de Ammán? ¿O de Jerusalén? ¿O de Bahrein o Riad? No es lo mismo, claro.
La primavera-verano-otoño árabe no sólo ha demostrado que las viejas fronteras coloniales permanecen invioladas –espantoso tributo al imperialismo, supongo–, sino también que cada revolución tiene características propias. Ya lo dijo Saif Kadafi al principio de su propia caída: “Libia no es Túnez… será una guerra civil. Habrá baño de sangre en las calles”. Y así fue.
Miremos en la bola de cristal. Libia será una superpotencia de Medio Oriente –a menos que impongamos una ocupación económica como precio del bombardeo “liberador” de la OTAN– y menos africana, más árabe ahora que la obsesión de Kadafi con África central y austral ha desaparecido. Puede que infecte a Argelia y Marruecos con sus libertades. Los estados del Golfo estarán felices –hasta cierto punto–, pues la mayoría consideraban a Kadafi mentalmente inestable y maligno. Pero destronar tiranos árabes es un juego peligroso cuando gobernantes árabes no electos se unen a él. ¿Quién recuerda ahora la guerra de 1977, cuando Anuar Sadat mandó sus bombarderos a pulverizar las bases aéreas de Kadafi, las mismas que la OTAN ha estado atacando en los meses pasados, luego que Israel advirtió al presidente egipcio que Kadafi planeaba asesinarlo? Sin embargo, la dictadura de Kadafi sobrevivió a Sadat 30 años.
Como todos los demás, Libia sufrió del cáncer del mundo árabe: la corrupción financiera… y moral. ¿Será diferente el porvenir? Hemos pasado demasiado tiempo ensalzando el valor de los “combatientes por la libertad” de Libia en sus recorridos por el desierto, y demasiado poco examinando la naturaleza de la bestia, el pegajoso Consejo Nacional de Transición (sic), cuyo supuesto líder, Mustafá Abdul Jalil, ha sido incapaz de explicar por qué sus camaradas –y tal vez él mismo– maquinaron el asesinato del comandante de su propio ejército el mes pasado. Ya Occidente ofrece lecciones de democracia a la Nueva Libia, aconsejando con indulgencia a sus líderes no electos cómo evitar el caos que causamos a los iraquíes cuando los “liberamos” hace ocho años. ¿Quién recibirá los sobornos en el nuevo régimen –democrático o no– cuando esté instalado?
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