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Dios mío, ¡hazme presidenta, por favor!

La Jornada
Gabriela Rodríguez

Mejora la condición de las mujeres cuando tienen una mujer como presidente? No, obviamente no tendría por qué ser así. ¿Acaso todas las mujeres comprenden el sentido de la desigualdad de género? ¿Acaso son mejores las mujeres? Como bien dice Sara Sefchovich: “Decir que las mujeres son moralmente superiores a los hombres por el solo hecho de ser mujeres significa atribuir como natural a la feminidad ciertas características que remiten siempre al papel de las mujeres en la maternidad. A las madres se les atribuyen virtudes particulares –compasión, paciencia, sentido común, no violencia– y luego se confunde a madres con mujeres”. A esa actitud se le llama mujerismo.

Al colmo del mujerismo llega Josefina Vázquez Mota: Yo quiero y seré presidenta de México para cuidar a sus familias como a la mía. ¿Quién necesita una mamá en la Presidencia de la República? ¿Se necesita una mujer en esa posición para garantizar los derechos de las mujeres? Definitivamente no, ahí necesitamos una persona que sepa dirigir la acción del Estado en beneficio de la dignidad y la libertad de la población sin discriminación por género ni por condición social ni por estado civil ni por edad ni orientación sexual ni por discapacidad, etcétera. Un o una dirigente que coloque la igualdad como centro de su plataforma electoral, que contemple la necesidad de reorientar la economía para superar las causas de la desigualdad y de la violencia de género, alguien que no haya hecho mal uso de los recursos y haya demostrado compromiso con los derechos de las mujeres.

Pero el perfil de la candidata del PAN a la Presidencia es justamente lo opuesto. Su famosa publicación Dios mío, hazme viuda por favor, remite a esa actitud de extrema sumisión difundida por José María Escrivá de Balaguer en las escuelas del Opus Dei, donde ella estudió su posgrado: Dios mío, te amo, pero ¡enséñame a amar! Maestro: ¿podrás quejarte si encuentras por compañero de camino al sufrimiento? El libro de la ex secretaria de Educación Pública busca educar a las mujeres para el desafío de ser tú misma. Uno de sus más opusdeisianos poemas expresa: Vivir despierta es elegir/ lo que más me guste/ lo que debe ser/ lo que me lastime/ lo que me engrandezca.

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Treinta Años del VIH-Sida, Los Miedos y los Medios

Jenaro Villamil

El listón rojo representa la lucha mundial contra el VIH. Fuente: EFE

Hace tres décadas, un 1 de diciembre de 1981, se registró en Estados Unidos la muerte del primer paciente que vivía con un virus de mutación múltiple, de distinta morfología a todos los virus existentes y que provocaba un síndrome de inmunodeficiencia crónico. No se sabía si era tuberculosis o un nuevo tipo de enfermedad. En 1983 aparece en México el primer caso de lo que ya era denominado Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida (SIDA).

Fueron los primeros de millones de personas que fallecieron en esa primera y terrible década de la epidemia. Su agente causal fue bautizado como Virus de Inmunodeficiencia Humana. Mitos sobre los monos verdes, fantasías apocalípticas, discursos hinchados de moral conservadora comenzaron a inundar los medios. El VIH afectaba a la comunidad gay, a los hemofílicos y a los usuarios de drogas intravenosas, principalmente.

El VIH-Sida no llegó sólo. Junto con él otros virus peores aparecieron en Estados Unidos, Europa, América Latina y, sobre todo, en Africa, el continente más devastado por la epidemia. Era el virus del neoconservadurismo. Se emparentaba con el discurso de los republicanos que llegaron con Ronald Reagan, con la cruzada moral de Juan Pablo II que reinó en El Vaticano casi al parejo que la evolución del VIH y el ascenso de movimientos de islamismo radical.

Los medios masivos lo bautizaron el “cáncer rosa”. Es decir, una enfermedad que afectaba principalmente a los hombres que tenían sexo con otros hombres, dentro o fuera delclóset social y psicológico. Los neocon menospreciaron otros datos. Era útil señalar a la epidemia como el resultado de “un estilo de vida”. El SIDA era sinónimo para ellos de vida gay, de promiscuidad, de adicción. El “sidoso”, como los leprosos de antaño, fue estigmatizado. Darle la mano, un beso, compartir vivienda y hasta un sanitario se convirtió en una osadía. El miedo se expandió con mucho más fuerza que el virus.

Era la revancha de los neoconservadores que advirtieron: el SIDA era el resultado de una “disipación moral”, de una “vida sin valores”, del “libertinaje sexual” de los años sesenta y setenta. Para ellos, el SIDA más que un problema de salud pública se volvió un asunto de vindicación moral. Y muchos medios aprovecharon el morbo: Freddy Mercuri, Rock Hudson, entre otras estrellas de Hollywood, se transformaron en íconos del escándalo moral. Los actores que murieron en México lo hicieron en silencio. Ni Televisa ni Hollywood, por mencionar a las dos grandes fábricas de entretenimiento, tuvieron una actitud solidaria. Salvo excepciones extraordinarias como Liz Taylor, Susan Sarandon y otras luminarias del cine que separaron lo moral de la solidaridad.

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