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La pregunta que nadie contesta

Robert Fisk

La Jornada

Foto: Bill Biggart. Fuente: http://www.suite101.com/

Por sus libros los conoceréis. Hablo de los volúmenes, las bibliotecas –no los pasillos llenos de literatura– que los crímenes internacionales de lesa humanidad del 11 de septiembre de 2001 han inspirado. Muchos rebosan de seudopatriotismo y autoelogio, otros están atascados de la irremediable mitología que culpa a la CIA y el Mossad, algunos (por desgracia procedentes del mundo musulmán) se refieren a los asesinos como “los muchachos”, pero casi todos evitan lo único que cualquier policía busca después de un crimen callejero: el motivo.

¿Por qué es así, me pregunto, luego de 10 años de guerra, cientos de miles de muertes inocentes, mentiras, hipocresía, traición y sádicas torturas de los estadunidenses (nuestros amigos del MI5 sólo escucharon, entendieron, tal vez miraron, pero claro que nada de andar tocando) y los talibanes? ¿Hemos logrado silenciarnos y silenciar al mundo con nuestros miedos? ¿Todavía no somos capaces de decir tres oraciones: “los 19 asesinos afirmaban ser musulmanes”, “vinieron de un lugar llamado Medio Oriente”, “pasa algo allá”?

Los editores estadunidenses rompieron hostilidades en 2001 con enormes volúmenes de fotografías de homenaje a los caídos. Los títulos hablaban por sí mismos: Sobre terreno sagrado, Para que otros puedan vivir, Fuertes de corazón, Lo que vimos, La frontera final, Furia por Dios, La sombra de las espadas… Al ver estos títulos apilados en los puestos de periódicos de todo el país, ¿quién podría dudar que Estados Unidos se lanzaría al combate?

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¿Se repetirá en Libia la historia de Irak?

Rebeldes toman un monumento en Libia. Foto: Sergey Ponomarev / Associated Press. Fuente: latimes.com/

Robert Fisk

Condenados siempre a librar la guerra pasada, volvemos a cometer el mismo viejo pecado en Libia.

Muammar Kadafi desaparece luego de prometer pelear hasta la muerte. ¿No es lo mismo que hizo Saddam Hussein? Y, por supuesto, cuando Hussein desapareció y las tropas estadunidenses sufrieron sus primeras bajas ante la insurgencia iraquí, en 2003, se nos dijo –por boca del procónsul estadunidense Paul Brenner, de los generales, los diplomáticos y los decadentesexpertos de la televisión– que los combatientes de la resistencia eranfanáticosdesesperados que no se daban cuenta de que la guerra había terminado.

Y si Kadafi y su sabihondo hijo siguen prófugos –y si la violencia no termina–, ¿cuánto falta para que otra vez nos presenten a los desesperadosque sencillamente no habrán entendido que los chicos de Bengasi están a cargo y que la guerra ha terminado? De hecho, no menos de 15 minutos –literalmente– después de que escribí las palabras anteriores (14 horas del miércoles), un reportero de Sky News reinventó la palabra fanáticos para definir a los hombres de Kadafi. ¿Ven a lo que me refiero?

Inútil decir que todo es para bien en el mejor de los mundos posibles, en lo que concierne a Occidente. Nadie desbanda al ejército libio y nadie proscribe a los kadafitas de un papel futuro en el país. Nadie comete los mismos errores que cometimos en Irak. Y no hay tropas en tierra. Ningún zombi encerrado en una Zona Verde occidental amurallada intenta dirigir el futuro de Libia. Es asunto de los libios, se ha vuelto el jubiloso refrán de todo factótum del Departamento de Estado/Oficina del Exterior/Quai d’Orsay. ¡Nosotros nada tenemos que ver!

Pero, desde luego, la presencia masiva de diplomáticos occidentales, representantes de magnates petroleros, mercenarios occidentales de altos salarios y oscuros militares británicos y franceses –todos simulando serconsejeros y no participantes– es la Zona Verde de Bengasi. Puede que no estén (todavía) rodeados de murallas, pero en los hechos ellos gobiernan por conducto de los distintos héroes y granujas locales que se han establecido como los amos políticos. Podemos pasar por alto el asesinato de su propio comandante –por alguna razón, ya nadie menciona el nombre de Abdul Fatá Yunes, aunque apenas fue liquidado hace un mes en Bengasi–, pero sólo pueden sobrevivir si se aferran a los cordones umbilicales con Occidente.

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Medio Oriente: el mito del efecto dominó

Robert Fisk

Muamar Kadafi durante una reunión de la FAO en Roma, el 16 de noviembre de 2009. Foto: Reuters. Imagen: jornada.unam.mx

Los potentados y tiranos árabes sobrevivientes han pasado una segunda noche de insomnio. ¿En cuánto tiempo los liberadores de Trípoli se metamorfosearán en los liberadores de Damasco y Alepo y Homs? ¿O de Ammán? ¿O de Jerusalén? ¿O de Bahrein o Riad? No es lo mismo, claro.

La primavera-verano-otoño árabe no sólo ha demostrado que las viejas fronteras coloniales permanecen invioladas –espantoso tributo al imperialismo, supongo–, sino también que cada revolución tiene características propias. Ya lo dijo Saif Kadafi al principio de su propia caída: “Libia no es Túnez… será una guerra civil. Habrá baño de sangre en las calles”. Y así fue.

Miremos en la bola de cristal. Libia será una superpotencia de Medio Oriente –a menos que impongamos una ocupación económica como precio del bombardeo “liberador” de la OTAN– y menos africana, más árabe ahora que la obsesión de Kadafi con África central y austral ha desaparecido. Puede que infecte a Argelia y Marruecos con sus libertades. Los estados del Golfo estarán felices –hasta cierto punto–, pues la mayoría consideraban a Kadafi mentalmente inestable y maligno. Pero destronar tiranos árabes es un juego peligroso cuando gobernantes árabes no electos se unen a él. ¿Quién recuerda ahora la guerra de 1977, cuando Anuar Sadat mandó sus bombarderos a pulverizar las bases aéreas de Kadafi, las mismas que la OTAN ha estado atacando en los meses pasados, luego que Israel advirtió al presidente egipcio que Kadafi planeaba asesinarlo? Sin embargo, la dictadura de Kadafi sobrevivió a Sadat 30 años.

Como todos los demás, Libia sufrió del cáncer del mundo árabe: la corrupción financiera… y moral. ¿Será diferente el porvenir? Hemos pasado demasiado tiempo ensalzando el valor de los “combatientes por la libertad” de Libia en sus recorridos por el desierto, y demasiado poco examinando la naturaleza de la bestia, el pegajoso Consejo Nacional de Transición (sic), cuyo supuesto líder, Mustafá Abdul Jalil, ha sido incapaz de explicar por qué sus camaradas –y tal vez él mismo– maquinaron el asesinato del comandante de su propio ejército el mes pasado. Ya Occidente ofrece lecciones de democracia a la Nueva Libia, aconsejando con indulgencia a sus líderes no electos cómo evitar el caos que causamos a los iraquíes cuando los “liberamos” hace ocho años. ¿Quién recibirá los sobornos en el nuevo régimen –democrático o no– cuando esté instalado?

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El doble juego del poder de Murdoch

Robert Fisk

The Independent

Periódico La Jornada

Viernes 15 de julio de 2011, p. 48

Imagen: businessweek.com

Es un califa, supongo, casi del estilo de Medio Oriente. Se escuchan todas esas cosas horribles de los dictadores árabes, luego uno los conoce y son el encanto en persona. Hafez Assad alguna vez me tomó la mano largo rato mientras me sonreía paternalmente. Casi me dije que no podía ser tan malo. Eso ocurrió mucho antes de las matanzas de Hama, en 1982. El rey Hussein me llamaba “señor”, y hacía lo mismo con la mayoría de los periodistas. Estos potentados, en público, a menudo bromean con sus ministros. Sus errores pueden perdonarse.

Los Diarios de Hitler fueron el error de Rupert Murdoch, quien desestimó el cambio de opinión de su propio “experto” en cuanto a la autenticidad de esos documentos, horas antes de que los publicaran The Times y The Sunday Times. Meses más tarde, mientras yo visitaba nuestra oficina en Londres antes de volver a Beirut, el jefe de temas internacionales, Ivan Barnes, alzó un cable de la agencia Reuters, fechado en Bonn, y vociferó: “¡Ajá! ¡Los diarios son falsificaciones! El gobierno de Alemania Federal comprobó que fueron escritos mucho después de la muerte del führer”.

Barnes me envió con el cable a la oficina del director, Charles Douglas-Home, y allí me encontré con que tenía a Murdoch de visita. “Charlie, aquí dice que son falsificaciones”, informé mientras evitaba mirar a Murdoch. Pero cuando lo hice, éste reaccionó: “Bueno, ahí lo tienen”, señaló al tiempo que esbozaba una risita: “El que no arriesga no gana”. Se veía muy alegre. Su despreocupación era casi conmovedora. Gran historia. El único problema es que resultó no ser cierta.

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Si esta es una victoria de EU, ¿sus fuerzas deben irse a casa?

Entonces ¿por qué seguimos en Afganistán? ¿No se supone que estadunidenses y británicos llegaron ahí en 2001 para combatir a Osama Bin Laden? ¿No lo mataron el pasado lunes?

Hubo un doloroso simbolismo en los ataques aéreos de la OTAN de este martes: apenas 24 horas después de la muerte de Bin Laden, se produjo una agresión que mató de paso a un número no determinado de guardias de seguridad afganos.

La verdad es que desde hace mucho perdimos nuestro mausoleo en el cementerio de los imperios, al convertir la cacería del hoy irrelevante inventor de una yihad global en una guerra contra decenas de miles de insurgentes talibán a quienes poco les importa Al Qaeda, pero que con mucho entusiasmo quieren sacar de su país a los ejércitos occidentales.

Las cándidas esperanzas del presidente afgano, Hamid Karzai, y de la secretaria estadunidense de Estado, Hillary Clinton, en el sentido de que ahora, tras la muerte de Bin Laden, el talibán se convertirá en un grupo de apacibles demócratas que obedecerán dócilmente al gobierno corrupto y pro occidental afgano nos demuestra lo poco que estas personalidades entienden de la sangrienta realidad del país. Algunos miembros del talibán admiraban a Bin Laden, pero no lo querían, y él no participó en su campaña contra la OTAN. El mulá Omar, quien está en Afganistán, es más peligroso que Bin Laden para Occidente y nadie lo ha matado.

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Un guerrero superado por la historia

La Jornada

Robert Fisk

El FBI anunció ayer en su página de Internet que el líder de Al Qaeda está muerto. Foto: Reuters. Imagen: jornada.unam.mx

Un don nadie de mediana edad, un fracasado político, rebasado por la historia –por los millones de árabes que exigen libertad y democracia en Medio Oriente–, murió en Pakistán este domingo. Y el mundo enloqueció. No bien había salido de presentarnos una copia de su certificado de nacimiento, el presidente estadunidense apareció en medio de la noche para ofrecernos en vivo un certificado de la muerte de Osama Bin Laden, abatido en una ciudad bautizada en honor de un mayor del ejército del viejo imperio británico. Un solo tiro en la cabeza, nos dicen. Pero ¿y el vuelo secreto del cuerpo a Afganistán, y el igualmente secreto sepelio en el mar?

La extraña forma en que se deshicieron del cuerpo –nada de santuarios, por favor– fue casi tan grotesca como el hombre y su perversa organización.

Los estadunidenses estaban ebrios de alegría. David Cameron lo llamó “un enorme paso adelante”. India lo describió como “un hito victorioso”. “Un triunfo resonante”, alardeó el primer ministro israelí Netanyahu. Pero, luego de 3 mil estadunidenses asesinados el 9/11, incontables más en Medio Oriente, hasta medio millón de víctimas mortales en Irak y Afganistán y 10 años empeñados en la búsqueda de Bin Laden, oremos por no tener más “triunfos resonantes”.

¿Ataques en represalia? Tal vez ocurran, de los grupúsculos en Occidente que no tienen contacto directo con Al Qaeda. A no dudarlo, alguien sueña ya con una “brigada del mártir Osama Bin Laden”. Tal vez en Afganistán, entre los talibanes. Pero las revoluciones de masas de los cuatro meses pasados en el mundo árabe significan que Al Qaeda ya estaba políticamente muerta. Bin Laden dijo al mundo –de hecho me lo dijo en persona– que quería destruir los regímenes pro occidentales en el mundo árabe, las dictaduras de los Mubaraks y los Ben Alís. Quería crear un nuevo califato islámico. Pero en estos meses pasados, millones de árabes musulmanes se levantaron, dispuestos al martirio, pero no por el islam, sino por democracia y libertad. Bin Laden no echó a los tiranos: fue la gente. Y la gente no quería un califa.

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La Muerte Mediática de Bin Laden y la Trama de Al Qaeda

Jenaro Villamil

Imagen: bbc.co.uk

La noticia corrió como reguero de pólvora en los medios occidentales la noche del 1 de mayo. De golpe, Barack Obama al confirmar la muerte de Osama Bin Laden sepultó la larga jornada de alabanzas y reiteradas imágenes sobre la beatificación de Juan Pablo II. Las dos grandes religiones –islamismo y cristianismo- confrontadas en la escena mediática, pero ahora con el ingrediente del recuerdo de los atentados del 11-S, que para el imaginario norteamericano seguirá representando una dura afrenta en su orgullo imperial.

La muerte de Osama Bin Laden cierra un capítulo de esta historia, pero no concluye lo que en distintas investigaciones periodísticas se ha realizado sobre tres grandes ejes de este episodio:

1.-El futuro de Al Qaeda. El surgimiento y la operación de esta red de células autónomas –a la usanza de una franquicia estilo Mc Donalds- está extraordinariamente descrito, a detalle, en el libro La Torre Elevada, Al Qaeda y los Orígenes del 11-S, una investigación de Lawrence Wright que mereció el Permio Pulitzer. ¿Realmente se debilita esta trasnacional del terrorismo y el fanatismo tras la muerte de Bin Laden?

2.-El papel de la CIA. Los cables informativos y le propio discurso de Barack Obama insistieron en reivindicar el papel de la agencia de espionaje más famosa, pero más fallida de la historia norteamericana. Las múltiples dudas sobre los errores, las complicidades y la falta de una estrategia preventiva frente a los ataques terroristas están planteadas en el libro Legado de Cenizas, la Historia de la CIA, libro de Tim Weiner, también ganador del Premio Pulitzer. Las pistas de este fracaso siguen abiertas.

3.-La invasión a Afganistán y a Irak. Existen numerosos y extraordinarios libros, especialmente los del periodista irlandés Robert Fisk, colaborador de The Independent, surgidos a raíz de las dos grandes invasiones del gobierno de George W. Bush bajo el pretexto de responder al “golpe” del 11-S. La vietnamización de ambas invasiones es un hecho que persigue como sombra a la administración demócrata de Barack Obama. Con las recientes revelaciones de los cables de Wikileaks sobre las torturas en la cárcel de Guantánamo, vale la pena releer no sólo la obra de Fisk sino también Obediencia Debida, un compendio de los artículos de Seymour M. Hersh, colaborador de The New Yorker.

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