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Jenaro Villamil
La felicidad en las filas priistas era inocultable tras la lluviosa jornada dominical del 3 de julio. “Ganamos con gran contundencia”, presumió una y otra vez Humberto Moreira, el líder nacional del PRI, quien se inauguró en estos comicios como el estratega que sepultó la amarga experiencia de las derrotas estatales de 2010 cuando las alianzas PRD-PAN con ex priistas les arrebató Sinaloa, Puebla, Oaxaca, Guerrero y por poco Veracruz e Hidalgo.
La felicidad de Moreira no era para menos. En el Estado de México se cumplió la consigna: ganar con el suficiente margen (40 puntos por encima del segundo lugar) para inhibir la eficacia o la anulación de cualquier litigio poselectoral; se rebasó el tope del 2.2 millones de “voto duro” tricolor (llegaron a 2.8 millones), pero la abstención rondó por encima del 55 por ciento de un padrón de 10.5 millones de ciudadanos. La abstención más que una amenaza siempre ha sido un aliado en los comicios del Estado de México. Permite controlar y presupuestar bien el triunfo.
En Coahuila, su hermano Rubén Moreira aventaja con casi 20 puntos al PAN y en Nayarit, con más de 10 puntos de diferencia, Roberto Sandoval se erige en triunfador. Sólo en las elecciones municipales de Hidalgo, enclave priista de tradición, el PRI perdió 20 de 84 alcaldías en juego, pero Eleazar García Sánchez logró una victoria cerrada en Pachuca, frente a la candidata de la alianza PAN-PRD, Gloria Romero León.
La mañana del lunes 4 de julio salí a las calles de Toluca para sentir “la gran contundencia” de la victoria priista. Nadie celebraba en una ciudad nublada. Acostumbrados quizá a este ritual sexenal, los toluquences saben que el cambio de mando no significa el cambio de modo: seguirán las mismas prácticas, se renovarán los contratos para algunos empresarios y dueños de clientelas electorales, se repartirán plazas para maestros que apoyaron y se darán “bonos” de productividad electoral.