Una singular epidemia de cinismo recorre ahora a la clase política. Por un lado, tenemos a Miguel Angel Yunes, rey de la mapachería electoral, clamar que en Veracruz se cuente “voto por voto” como si se tratara de un simpatizante lopezobradorista del 2006. Por otro, César Nava, Jesús Ortega y Manuel Camacho levantan euróficos sus brazos para demostrar que las alianzas electorales sí funcionaron aunque ninguno de los candidatos ganadores sea un panista de larga tradición y mucho menos un militante de la izquierda. Y Beatriz Paredes, que hace apenas una semana aparecía rodeada de la cúpula priista como la gran lideresa frente a la tragedia de Tamaulipas, ahora está más sola que nunca, en la soledad de una victoria pírrica para el PRI en 9 de 12 entidades.
Indecente es un calificativo menor para unas elecciones que desde las campañas estuvieron teñidas de violencia, de equívocos y de un muestrario de guerra sucia que llegó a tales niveles de bajeza que ni siquiera hubo tiempo de asimilarlas, mucho menos de analizarlas. Tampoco habrá tiempo de sancionarlas porque renunció la fiscal especial de la Fepade, Arely Gómez, en una clara demostración de intervencionismo calderonista.
El doble lenguaje predominó en toda la contienda. Algunos priistas llamaron “contra natura” las alianzas del PAN y del PRD, pero también las utilizaron para colocar a sus candidatos –como en el caso de Sinaloa y de Durango-, en el mejor ejercicio de gatopardismo que se haya visto. En varios estados las alianzas opositoras sirvieron para reciclar a los priistas perdedores de las contiendas internas.
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