Robert Fisk
The Independent
Periódico La Jornada
Sábado 12 de febrero de 2011, p. 19
El Cairo, 11 de febrero. De pronto todos se pusieron a cantar. Y a reír, a gritar y orar, arrodillándose en el suelo y besando el sucio pavimento frente a mí, danzando y alabando a Dios por librarlos de Hosni Mubarak –un rapto de generosidad, porque fue más su valor que la intervención divina lo que derrocó al dictador–, y derramando lágrimas que salpicaban sus ropas. Fue como si todo hombre y mujer acabara de contraer matrimonio, como si el júbilo pudiese ahogar las décadas de tiranía, dolor, represión, humillación y sangre. Ésta será conocida para siempre como la revolución egipcia del 25 de enero –el día que comenzó– y será para siempre la historia de un pueblo en pie de lucha.
El anciano se había ido por fin, entregando el poder no al vicepresidente –signo ominoso, aunque esta noche los millones de revolucionarios no violentos no estaban de ánimo para apreciarlo–, sino al consejo del ejército egipcio, a un mariscal de campo y un montón de generales, garantes por ahora de todo aquello por lo cual los manifestantes y por lo que algunos dieron la vida.
Hasta los soldados estaban felices. En el momento mismo en que la noticia de la partida de Mubarak cundió como el fuego entre los manifestantes fuera de la sede de la televisión estatal, a orillas del Nilo, resguardada por el ejército, el rostro de un joven oficial estalló en regocijo. Todo el día los manifestantes habían estado diciendo a los soldados que son hermanos. Bueno, ya veremos.
Decir que fue un día histórico es restar magnitud a lo que esta victoria en verdad significa para los egipcios. Mediante la mera fuerza de voluntad y el valor frente a la odiada policía de seguridad de Mubarak; mediante la conciencia –sí– de que a veces hay que combatir con más que palabras y redes sociales para derrocar a un dictador; mediante el solo acto de luchar con puños y piedras contra policías provistos de pistolas aturdidoras, gas lacrimógeno y balas de verdad, lograron lo imposible: poner fin –deben rogar a su Dios que sea permanente– a casi 60 años de autocracia y represión, 30 de ellos con Mubarak.
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