Por Jenaro Villamil
Una auténtica conmoción global ha provocado la muerte de Hugo Chávez. No por esperado, ante un cáncer agresivo y súbito, el fallecimiento del mandatario venezolano ha dejado de sorprender a detractores y simpatizantes. La muerte del polémico comandante generó una ola de solidaridad como no se había visto en décadas ante el deceso de un mandatario latinoamericano.
Desde Barak Obama, gobernante del “imperio”, que expresó sus deseos para tener una “relación constructiva” con Venezuela, hasta su contendiente en los comicios de 2012, Henrique Capriles, todos los llamados desde el exterior y al interior de la nación andina fueron a la reconciliación y a la tolerancia.
La mayoría de los presidentes latinoamericanos expresaron el reconocimiento a su liderazgo. Cristina Fernández, de Argentina, decretó 3 días de duelo. Dilma Roussef, de Brasil, afirmó que la muerte de Chávez “entristece a todos los latinoamericanos”. Y hasta Sebastián Piñeira, de Chile, en las antípodas de Chávez admitió que a pesar de sus diferencias “siempre supe apreciar la fuerza y compromiso con que el presidente Chávez luchaba por sus ideas”. Lula, el otro líder latinoamericano coincidente con el chavismo, expresó su “profunda tristeza”.
Chávez coleccionó epítetos. Fue acusado de “golpista”, “dictador”, “caudillo avasallador”, populista, redentor y toda la serie de adjetivos lanzados desde las distintas tribunas mediáticas por sus opositores de dentro y fuera de Venezuela. Sus adversarios fueron sus mejores propagandistas. Chávez se convirtió en los últimos 14 años en un punto de referencia para lo mejor y lo peor de las campañas ideológicas lanzadas en el mundo latinoamericano.