Jenaro Villamil
Nací dos meses después que Moamar Kadafi tomara el poder el 1 de septiembre de 1969 en Libia. A su ascenso se le llamó la “Revolución Verde”. Prometía unir el socialismo con el panarabismo y una peculiar psicodelia que iba desde sus trajes de beduino hasta sus uniformes militares, pasando por su dramático estilo de hablarle al mundo desde ese país feudalizado por décadas de colonialismo italiano.
Una generación de cuarentones nos acostumbramos a ver en Kadafi (nunca hemos podido ponerle la “G” de gato) una mezcla de pop star poshippie con terrorista desalmado que desafió a Ronald Reagan en los ochenta, así como un irascible enemigo de Israel que abruptamente comenzó a servirle a Washington cuando el foco mediático de los tiranos estaba en otro lado.
Kadafi formó parte de un elenco de “tiranos mediáticos” o “enemigos de la libertad” que en cuatro décadas prácticamente recorrió todo el espectro de los calificativos occidentales, incluyendo el de “aliado incómodo” en la última guerra del Golfo Pérsico.
Como Kadafi, surgieron los iconos de la anormalidad para la hegemonía de Estados Unidos: el Ayatollah Jomeini, cuya revolución chiita llegó al poder diez años después que la de Kadafi, en 1979, en el antiguo y corrompido reino persa de Reza Palevih, tan frecuentemente cronicado en las páginas de revistas como Vanidades; Saddam Hussein, el viejo aliado de la guerra con la teocracia de Irán y después el “enemigo número uno” de la familia Bush que jugó al Nintendo dos veces en la Casa Blanca, con resultados nefastos para la economía mundial como vemos ahora; en Osama bin Laden, el enigmático y afilado multimillonario saudita entrenado originalmente por la CIA y que en los noventa se convirtió en el más osado y famoso de los terroristas árabes que no encabezaban gobierno alguno sino una red de redes llamada Al Qaeda.